Memorias de la lucha Sandinista

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La telegrafista de San Rafael

Blanca Segovia Sandino Aráuz


Blanca Segovia Sandino Aráuz, nace en San Rafael del Norte el 2 de junio de 1933. Su padre es el General Augusto C. Sandino y su madre, Blanca Aráuz, quien muere al darla a luz. Estudia primaria en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, en Jinotega, y no pudo continuar secundaria porque no ajustaba el salario de telegrafista de Lucila, su madre de crianza. Desde los siete años aprende el oficio de telegrafista y trabaja junto a su mamita Lucila, quien es nombrada telegrafista vitalicia de San Rafael del Norte. Se casa y procrea cuatro hijos. Cuando triunfa la Revolución Cubana, se traslada a vivir a La Habana, donde labora también como telegrafista en el Ministerio de Comunicaciones, hasta la victoria de la Revolución Sandinista en 1979, cuando regresa a Nicaragua.

Inicialmente conversamos con Blanca Segovia Sandino en su casa de habitación. Ahí nos contó muchos detalles de su vida, y nos mostró fotografías y recuerdos de sus padres y otros familiares. Volvimos a conversar en nuestro programa radial Entre Todos el 19 de mayo del 2001, recordando que un 18 de este mismo mes, 106 años atrás, nació Sandino, y que éste escogió un día como ése para casarse con Blanca, en plena guerra, el 18 de mayo de 1927. Al momento de esta entrevista, Blanca Segovia tiene 68 años y vive entre limitaciones con su magra pensión de jubilada.

Blanca Segovia se parece muchísimo al General Sandino que hemos conocido en las fotografías y en algunos videos. Los ojos son exactitos, pero sobre todo, es igual la mirada y la nariz. Es menuda y delgada como él. Lo único diametralmente distinto es que sonríe con facilidad, y exhibe una permanente picardía. No hemos conocido ninguna foto de Sandino riéndose, pues su rostro siempre aparece con una expresión grave.

Nos ha llamado la atención que, a pesar de ser la única hija oficialmente conocida del principal ícono de la Revolución, y de haber permanecido fiel a su sangre, a su historia y a su ideario, a Blanquita nunca se le hicieron honores durante la década de los 80, ni ella los pretendió, ni se le vio buscando compartir tarimas con los Comandantes; tampoco apareció en los medios de comunicación, y nunca la vimos aspirando a sobresalir o a vanagloriarse de su apellido tan dignamente llevado.

Conversando con Blanca Segovia, nos fascinó su sonrisa, sus ojos, su sencillez, y nos atrajo su inteligencia, su vivacidad, sus respuestas llenas de una sabiduría mezclada frecuentemente con expresiones pícaras, con palabras de quien ha reflexionado, de alguien que se ha preocupado por conocer la vida, el pensamiento y la obra de su padre, y que ha sacado sus propias conclusiones.

Desde que iniciamos nuestro programa radial Entre Todos, aspirábamos a tener con nosotros a Blanca Segovia, pero sabíamos que ella es reacia a dar entrevistas. Contra viento y marea ha mantenido la intimidad de su vida y de su hogar, perennemente expuesta a la investigación de los historiadores, escritores y periodistas; y a la manipulación de los políticos.

Hace poco leí un libro sobre la vida de las hermanas Mirabal, llamadas “Las Mariposas”, las dominicanas asesinadas por el dictador Trujillo. La única hermana que quedó viva decía que ese rol de sobreviviente es incómodo y cansadísimo, porque la buscaban para entrevistarla muchos de los escritores, cineastas, periodistas y políticos que llegaban a República Dominicana. Pasó buena parte de los últimos años de su vida sometida a un permanente interrogatorio y con ello a una terrible repetición de los mismos fatales acontecimientos, lo cual la fue minando física y emocionalmente.

Aunque Blanquita optó por mantener su privacidad, está consciente de la importancia de dar su testimonio sobre su padre, quien es de esos seres que no nacen con frecuencia en nuestra América Latina. Ser la hija de ese gran hombre no debe ser fácil. Blanquita llegó al programa acompañada de su sonrisa y de su hijo mayor, Augusto; de su nieta, Blanca Marina, y de una sobrina que siempre está con ella.

Mónica: Buenos días Blanquita, gracias por estar en nuestro programa.

Blanca Segovia: Buenos días Mónica. Buenos días pueblo. Es un gusto para mí estar aquí en La Primerísima. Con mucho gusto he aceptado venir a conversar contigo. Aquí estoy para cualquier pregunta que quieras hacer.

Mónica: ¿Qué te han contado, Blanquita, cómo conoció tu papá a Blanca Aráuz?

Blanquita: Eso es bastante conocido, cómo se encontraron, cómo se casaron y cómo se desenvolvió su vida en esos primeros días. Pero hay algo más interesante que expone la parte humana, el sentimiento de él y el de mi madre, y es mi nacimiento, del cual no se ha dicho nada.

A la media noche del primero de junio de 1933, mi madre empezó con los dolores de parto. Fue un parto muy difícil. Pasó toda la noche con los dolores, mortificada. Al día siguiente, parte de la familia fue a misa a las 7 de la mañana. Era un primer viernes y se acostumbraba ir a comulgar, eran tiempos de costumbres religiosas. Solamente se quedaron en la casa las personas más importantes, como mi abuelita Esther, mi tía Lucila, mi tía Isolina, mi tío Pedro Antonio, Luis Rubén, Octavio, los más allegados y de más confianza de parte de mi papá. Llegaban nada más los que mi padre quería que estuvieran acompañándolo.

También estaba parte de su Estado Mayor, presto para cualquier cosa que se ofreciera. Estaban ahí la comadrona, doña Angélica Rodríguez, una señora muy buena que asistía a todas las familias de San Rafael del Norte; don Lisandro Herrera, el médico del pueblo, aunque no fuera profesional, y mi papá.

A las 7 de la mañana del 2 de junio de 1933, cuando ya mi madre estaba lista para tenerme, se vio muy grave, grave. Yo nací, pero la placenta no salía. Entonces le dijo don Lisandro a la comadrona: – ¡Está grave! Y mi mamá decía que ya no resistía más. Había pasado muchas horas de angustia.

Cuando mi mamá prácticamente estaba agonizando, don Lisandro le dice a mi papá: –General, hay que salvar a una de ellas porque si muere la madre va a morir también la niña. Entonces mi papá le dijo: –Salve a la madre, sálvela. Pero mi mamá le dijo al médico: –Ya no, salve a la niña. ¿Qué hago? –preguntó don Lisandro. Pero mi papá no le contestó, y cuenta que entonces el médico cortó el cordón para salvarme.

La parte que yo quería contar es que, cuando nací, según me contaron, nadie me hacía caso, y lloraba sin consuelo. Doña Josefana, la mamá de la niña Audita, esposa de un primo de mi mamá, mojaba con miel de jicote un algodoncito humedecido en agua, y me lo ponía para que lo chupara y estuviera callada. A la pringa, la pringuita –me decía mi abuelita– nadie le hizo caso, ni yo. Era tanto el dolor y la angustia, por el sufrimiento y muerte de tu mamá, que ya ni nos fijábamos; y tu papá ni sabía si estabas o no estabas, porque él estaba con su agonía, con su mujer, y yo ocupadísima; sólo doña Josefana tuvo la caridad de agarrar aquél pringue, porque eras chiquitita, y buscar cómo consolarte con agua de miel de jicote. Me buscaron una mamadera, pero las de aquellos tiempos eran tan grandes, tan ásperas, que no me entraban en la boca. No hallaban cómo alimentarme y yo lloraba.

Mónica: ¿El nacimiento fue en la casa tradicional donde ella vivía en San Rafael del Norte?

Blanquita: En San Rafael del Norte, sí, en la casa que le llamaban Campamento General, porque en un tiempo de ahí emanaban las órdenes hacia los demás campamentos, y ahí permanecía mi papá. El campamento de los gringos era enfrente, en la casa de Francisco Rodríguez, y mi mamá y mi familia veían los movimientos de los gringos cuando salían a perseguir a Sandino, antes que se estableciera completamente la guerra.

Mi abuelita me contó que mi papá se inclinó sobre el cadáver de mi mamá y se puso a llorar sin consuelo. Todos lloraban. Aquello era una locura. Todos sufrían. Era terrible ese momento. Mi papá sacó la pistola y se iba a dar un tiro, y ahí entraron en acción el tío Toño y un ayudante suyo, y le quitaron el arma. No, General, ¿cómo va a cometer esa barbaridad; no ve que nos va dejar huérfanos? Piense que tiene un mundo de gente a su mando –le decían.

Dice mi abuelita que después mi papá sacó a todos del cuarto. Se quedó solo con ella y le ordenó al tío Toño: –Vaya a casa de Rito Blandón (que era el mejor carpintero del pueblo), que haga un ataúd lo mejor que pueda.

Cuenta la abuelita que don Rito hizo un bonito ataúd. Entonces mi papá llamó a mi tío Octavio Aráuz –que era el más fuerte y recio de la familia– y le dijo que le ayudara a vestirla y a pasarla al cajón. Después sacaron el catre donde ella había muerto, lo adornaron con flores, le pusieron un Cristo, y lo llevaron a la sala para que la gente lo velara. No permitió que sacaran su cuerpo del cuarto. Se quedó solo con ella, velándola.

Mi abuelita me contaba: –Ese hombre lloró como nunca me imaginé, porque como ¡tenía un carácter!, era tan serio en sus cosas que nunca me imaginé que la quisiera tanto y que iba a llorarla tanto.

Varios de mi familia me han contado que a la vela llegaron personas importantes del Gobierno, enviadas por el doctor Sacasa. Éstos, así como tropas, amistades liberales y otras gentes, fueron al entierro, todo el pueblo estaba movilizado, era un gentío en el entierro. Cuando a mi mamá ya la habían sepultado, mi papá no paraba de llorar. La impresión era muy grande, pues ideay, ¡si era su compañera que anduvo con él en la montaña, sufriendo todas las calamidades! Tú sabes lo que significa la aspereza y la angustia de la montaña, y perseguidos por un enemigo poderosísimo, como eran los gringos, quienes hasta aviones tenían, que en realidad eran pipilachas, y nuestra gente ni los conocía, pero en ese tiempo eso era temible.

Mónica: Era la aviación norteamericana.

Blanquita: Sí. Y las bombas que hacían los soldados de Sandino para atacar a esos aviones, eran latas de sardina con clavitos y tonterías, ¡imagínate! Mi pobrecita madre vivía de campamento en campamento: en La Calma –le pusieron así porque de ahí ella salió embarazada–; Luz y Sombra, La Chispa y El Chipote. Mi mamá era la que le ponía los nombres a los campamentos. Mi madre perdió dos hijos antes que yo: uno de tres meses y otro de seis. Este último nació en La Calma. Ahí murió y lo enterraron. Le hicieron un jardincito con flores silvestres.

Mi mamá también estuvo presa. La capturaron y la llevaron a Managua, la tuvieron unos días en el Hotel Estrella. Fue cuando mi papá le dijo que tenía que ir a México a ver cómo conseguía armas para su lucha. Mi mamá quedó sola y la apresaron para averiguar para dónde había agarrado Sandino. Mi familia cuenta que la primera vez se la llevaron con otros parientes como Luis Rubén, Miguel Ángel, un cuñado llamado Francisco Berríos, mi tío Octavio, mi tía Lucila y mi abuelita Esther.

Los interrogaban para ver si decían dónde estaba Sandino, pero ellos no sabían nada. El hombre se fue y no volvió a dar señales de vida durante un año. Durante un año mi mamá no supo nada de él. En esa ocasión los llevaron a Managua, pero después, como no pudieron averiguar nada, les dieron libertad, aunque al poco tiempo volvieron a capturarlos. Esta vez sólo se llevaron a mi tía Lucila, a mi abuelita Esther y a mi mamá, pero en realidad a la que querían era a mi mamá para preguntarle dónde estaba Sandino y si se comunicaba con él. Como no decía nada, entonces la trasladaron a las cárceles de La 21, en León.

Mónica: Eso fue en 1930.

Blanquita: Mi mamita Lucila y mi abuelita Esther se solidarizaron y se fueron con ella para que no estuviera sola. Mi mamá tenía nada más que 19 ó 20 años. Para ellas no era correcto dejar ir sola a la muchachita a esas cárceles. Entonces ellas, que estaban libres, se metieron a la cárcel con mi mamá.

Estando en La 21, las mortificaban de varias formas. Ellas habían sido criadas con mucha limpieza y escrúpulos, como ocurría en los pueblos, pero se vieron obligadas a soportar a un soldado apestoso, con sus dientes podridos, que entraba a la celda y les pasaba la comida con sus manos todas sucias; y les daba algo de beber en un inmundo pocillo del que, les decía, sólo él había bebido.

Mi abuelito Pablo, que ya había muerto en esa época, fue liberal en tiempos del General Zelaya. Trabajó en Jinotega y Estelí. Fue tan amigo de Zelaya que a mi madre le puso Blanca Estela, porque así se llamaba la esposa del General. Había mucho acercamiento con los liberales. Cuando joven, mi abuelito estuvo en León y se hizo de muchos amigos, como José León Leiva y otros liberales de familias importantes. Esos amigos de mi abuelito hicieron todo lo posible para que sacaran de la cárcel a mi mamá, para que ella no estuviera entre tanta corrupción, de lo que tenía fama La 21. Consiguieron que la trasladaran al colegio de La Recolección, y ahí se fueron las tres: mi mamá, mi abuelita y mi tía Lucila, mamita Lucila.

En La Recolección estuvieron otros seis meses. Las monjitas querían mucho a mi mamá, le decían que era muy inteligente y muy bonita; que era la esposa del General Sandino, que debía tener preparación, y que se iban a encargar de hacerlo. Y la prepararon, le enseñaron mecanografía y a bordar. Claro, todas las amistades liberales se las recomendaron a las monjas y así fue como mi mamá se superó muchísimo. Ahí se hizo de amigas y pasó una temporada bastante tranquila. De mi papá no volvió a saber.

Ahí en La Recolección también había un seminarista que llegó a ser Monseñor Oviedo, llegaba a ayudarle en las misas a Monseñor Carrillo, y él se encariñó con ellas, les dijo que cualquier cosa que quisieran, algún aviso para su familia, que estaba a la orden. Entonces ellas hacían papelitos y se los dejaban en los reclinatorios en la capilla, él los recogía y en el mismo lugar les dejaba las contestaciones que mandaban del norte. Ellas rompieron así la incomunicación a la que trataban de someterlas las autoridades.

Cuando mi papá regresó y se dio cuenta de que mi mamá está presa, se indigna y –para ser franca, era un hombre temible–, les dijo que si no le daban libertad a su esposa, incendiaba León. A ella le dan libertad y sale para San Rafael del Norte.

Mónica: ¿Cómo fue tu crianza, sin madre y en medio de una situación tan difícil y particular?

Blanquita: Primero te cuento esto que hizo mi abuelita. Al día siguiente del entierro, estando delante de todos los políticos, les dijo: –Ustedes son los responsables de la muerte de mi hija. Ahí la tienen –les dice, ya la tienen enterrada, ¡cómansela! Me cuenta que mi papá le llamó la atención. ¡Y a mí qué me importa! –me decía mi abuelita, porque el dolor que yo tenía era tan profundo que no me aguanté, y les dije cuatro barbaridades a todos ellos, los políticos, que estaban haciéndose los consternados, cuando yo sé que ellos ya estaban engañando al hombre y que por confiarse trajo a mi hija.

Mi madre regresó en los primeros días de febrero para tenerme a mí en el pueblo; si no, yo no hubiera nacido. Ella le había escrito una carta a mi papá, que yo leí después, donde le decía: –Yo no quiero que mi niño nazca en un ambiente de fieras; hagamos todo lo posible por regresar al pueblo y tener una vida normal. Y es que ya para entonces habían empezado las conversaciones de paz.

Mónica: Ya los gringos se habían dado por derrotados y habían comenzado a salir. Entonces ya estaba la victoria, ya habían vencido.

Blanquita: Claro, ya era Somoza y la Guardia Nacional los que estaban en lugar de los gringos, y mi padre se confió. Se confió de los políticos y empezó las conversaciones de paz.

El 21 de febrero, cuando a él lo asesinaron, llegaron a tocar las puertas del telégrafo para quitarle el aparato telegráfico a mi mamita Lucila, porque ella siempre quedaba de telegrafista; y como estaban en arreglos de paz, no había ningún problema, tenían trabajo. Ella se sorprendió y les dijo a mi tío Toño y a mi tío Octavio: –Vinieron a quitarme el aparato telegráfico; eso pasa sólo cuando hay algo grave, para que uno no se comunique. Mis tíos inmediatamente sospecharon de qué se trataba y decidieron salir lo más pronto a avisar a mi tío Luis Rubén. Iban en carrera, sin zapatos, con las pistolas nada más. El problema es que ellos anduvieron con mi papá. Eran hombres de acción y por eso los buscaron en cuanto mataron a mi papá.

Mi tío Luis Rubén no pudo salvarse, porque el correo que le mandaron llegó tarde. Lo capturó un teniente Castillo, salvadoreño. Lo trajo con la tropa, amarrado a la cola de una mula, y lo arrastraron por el pueblo. Era un viernes y se celebraba la procesión del Vía Crucis. Mi tía Lucila se le hincó al teniente Castillo rogándole que no lo mataran, pero éste le lanzó un chilillazo y le dijo: –No se me hinque a mí que no soy Dios, hínquesele a aquél –y señaló la procesión–, y no pida por estos bandoleros.

El teniente Castillo se llevó a Luis Rubén y a otros dos sandinistas hacia el lado de La Concordia, pasando por los cerros El Panal y La Cruz, donde había una gran poza. Los colgaron por los pies de un árbol, y los metían en la poza para ahogarlos, pero no se morían; entonces decidieron ahorcarlos. Los ahorcaron y luego los bajaron del árbol para darles un tiro de gracia. Comenzó a llover con una gran rayería, entonces decidieron irse. Mañana venimos a enterrarlos –dijo uno de ellos. Cuando se fueron, mi tío recobró el sentido. ¡Estaba vivo!

Después de asesinar a mi papá, mataron a muchos sandinistas, los andaban cazando hasta no dejar a nadie, a ninguno de los que habían colaborado. ¡Aquello era horrible!

A mi casa llegaron y quemaron todita la ropa, quebraron todos mis juguetes y destrozaron parte de los muebles. Aquello fue espantoso. Llegaron preguntando: – ¿Dónde está la niña? Se la llevó doña Esther, yo no sé para dónde –les dijeron. Mi abuelita lo único que alcanzó a hacer fue envolverme en una sábana y salió corriendo por los solares a buscar al cura, al padre Mejía, que fue quien había casado a mi mamá, y le dijo: –Padre ¿qué hago con la niña?, la Guardia la persigue. Démela, señora, y váyase donde su hermana Adelina. Estese ahí como que no sabe nada.

Nosotros tenemos en la Iglesia de San Rafael un Jesús de Nazareno hermosísimo, de la cintura para arriba es de piedra y de la cintura para abajo, de madera; o sea, unas reglas que vienen a terminar en una rueda abajo, pero claro, esa parte está cubierta por la túnica, y por eso no se notaba que no tenía pies. El padre me metió debajo y me sentó. Me tapó con todo aquello y se puso a rezar. Cuando entró el jefe de la tropa, éste le preguntó: – ¿No has visto entrar aquí a una mujer con una niña? No, aquí no ha llegado.

Mónica: Y vos debajo de la túnica…

Blanquita: Y yo, que tenía ocho meses, estaba calladita, sentada bajo la túnica. Dicen que los guardias registraron todo, y luego salieron diciendo: – ¡Aquí no hay nada, vamos a buscar a otro lado a esa señora!

Me cuentan que el padre corrió, me sacó, y dijo: –Te portaste bien, hijita. Mi abuelita dio la vuelta, entró por la sacristía, y el padre me entregó a ella, diciéndole que se fuera donde su hermano a la montaña. Era mi tío Ramón Pineda Pineda, que tenía una finca. Váyase a huir con la niña y la nodriza. ¿Y dónde está la nodriza? Ya la despaché a la salida del pueblo, váyase porque la andan persiguiendo como fieras para matarla. Entonces se fue, cargándome. Quedó la otra gente huyendo, mis tíos...

Mónica: ¿Cuándo pudiste recuperar la normalidad?, es decir, que ya pudiste regresar a la casa...

Blanquita: A los dos años. Mis tíos anduvieron huyendo. El que dejaron por muerto con el tiro de gracia se unió también en las montañas. Como eran guerrilleros, conocían todos esos caminos y esos montes, y con otros sandinistas que también andaban huyendo, se formó un grupito, y yo en cuenta entre ellos. Clara, mi nodriza, se fue conmigo para la montaña. No le importó su niña, no le importó nada. Ella se fue conmigo. Y decían mi abuelita y mis tíos que se portó muy valiente.

En aquellos montañones y deslizaderos todos se caían, pero dicen que Clara Huerta era como una cabrita y con aquella grisma pegada, nunca se cayó. Anduvo conmigo en la montaña hasta que di mis primeros pasos.

En la montaña empecé a caminar. Mi abuelita, cansada de huir, y pensando: –Ya mataron al hombre y a todos sus hombres, tengo que ver como saco de aquí a mis hijos; se salió ella solita del monte y se fue al pueblo a ver qué pasaba. Como vio todo en calma, decidió venir a Managua, donde solicitó un salvoconducto para que sus hijos pudieran salir de la montaña.

El Presidente Sacasa le dijo: –Como no, señora, con mucho gusto. No –le replica, de usted no quiero nada, porque nadie le hace caso, juegan con usted. Allá en el Norte dicen que si no es Somoza quien les ordena algo, ellos no obedecen. Quiero hablar con Tacho.

Tacho la recibió, cuenta que muy educado, la invitó a almorzar pero ella le dijo: –No, yo no vengo a almorzar, yo no vengo a comer, vengo a pedirle por mis hijos que andan huyendo como fieras en las montañas, y ellos no han cometido ningún delito más que ser cuñados de Sandino. Allá andan huyendo con una criatura en los montes, que es la hija del General, y vengo para que usted me dé un permiso para que puedan regresar al pueblo y buscar cómo trabajar. ¡Cómo no! –y le hizo un salvoconducto. Con este papel nadie les va a hacer nada. Lo presentan en todos los cuarteles, en todos los lugares, los retenes. Nadie les va a hacer nada.

Así fue. Entraron de noche. Pasaron con miedo porque creían que los querían agarrar adentro. Pero no, y empezaron a regresar, unos primero, otros después. La última que entró fue la Clara, con el que tenía más miedo de que lo fregaran, Luis Rubén, quien fue soldado del General Estrada y era de más acción.

Mónica: Me contaban que aprendiste el oficio de telegrafista, como tu mamá.

Blanquita: Sí, a los siete años. Pero también pasé muchas negruras porque ya no les daban trabajo como telegrafista a las maestras, que era el oficio que mi mamita y mis tías sabían; entonces se dedicaron a coser, a bordar, y los hombres al campo, pero no les ajustaba, ellas buscaban trabajo en el oficio de telegrafistas.

Entonces mi mamita Lucila tenía que andar de pueblo en pueblo, donde había amigos telegrafistas, compañeros de ella. En Yalí había un hombre que era rico, pero también era telegrafista porque le gustaba ese oficio, y cada año dedicaba dos meses a la siembra, y ella le iba a hacer esos dos meses. Además, bordaba fundas y cobertores para los curas y la gente rica.

Cuando mamita Lucila estaba de telegrafista, entonces yo, como por herencia, iba aprendiéndome las letras, una palabra, hasta que, ¡por fin!, yo también era telegrafista; y entonces me decía ella: –En esta oficina que sólo trabaja con una línea vas a practicar, para que cuando nos toque trabajar en otro lado, ya seas telegrafista completa. Así aprendí el telégrafo.

Mónica: ¿Vos trabajabas como telegrafista y a la vez estudiabas?

Blanquita: No, en un tiempo sólo trabajaba en vacaciones, porque una prima mía le dijo a mi mamita Lucila que me pusiera a mí y así ella podía descansar. Mi mamita estaba contentísima, imagínate que ella se dedicaba a otros trabajos, a otras cosas, y me dejaba con una gran responsabilidad. La misma gente del pueblo me quería y tenía confianza.

Mónica: ¿Y cuándo fue que aprendiste Morse internacional?

Blanquita: El Morse internacional no lo sabíamos, ningún telegrafista lo sabía, sólo cuando trabajaba por radio para otros países. Después de telegrafista con el Morse americano, que era el lenguaje con el que se trabajaba en Nicaragua, en un diccionario encontré un abecedario, y le dije a una prima y a un primo mío: –Este abecedario de Morse que está aquí, no es el de nosotros, aprendámoslo para que cuando estemos en el aparato, en las líneas generales, conversemos y no nos entiendan los demás.

Aprendimos Moisés, la Odily y yo. ¡Eh!, aquellos telegrafistas nos trataban mal porque no nos entendían y nosotros nos reíamos de ellos. Y aprendí perfectamente, y ellos lo aprendieron también. Si me están oyendo o me oyen, ya se van a acordar. Y es que a veces, verdad, uno tenía sus cosas que platicar que no quería que los demás supieran, y así nos comunicábamos.

Mónica: Me contaste que estuviste trabajando en Cuba como telegrafista. ¿Cómo fue eso?

Blanquita: Me fui a Cuba en 1961 y ahí me llevé la vergüenza más grande de mi vida. Yo era telegrafista de Morse, y no sabía qué Morse usaban los cubanos. Yo no quería estar sometida ahí en 23 y F –que era la dirección de la casa donde estaba con otros guerrilleros–, ocasionándoles molestias a los muchachos, pidiéndole a Noel cada centavo para la guagua; y frente a aquella situación tan lamentable, me dije: Yo puedo trabajar. Le planteo esto a Noel Guerrero y me dice: – ¡Claro que sí! Él pensaba que yo iba a fracasar e iba a volver. Me dice: –Sí, sí, cómo no, y me llevó al Ministerio de Comunicaciones, donde solicitó que me dieran trabajo como telegrafista.

Mónica: Explicanos, pues, la vergüenza que pasaste en Cuba.

Blanquita: Si. Allá me ayudaron a entrar a trabajar en el Ministerio de Comunicaciones. Lo que yo no sabía era que había varios tipos de Morse. Cuando llego y me hacen el examen para ingresar como telegrafista, ¡ideay!, yo no entendía nada de lo que me transmitían, ni ellos me entendían a mí.

El jefe del centro me dice: –Pero señora, ¿cómo es la cosa? Doña Petrita, ¿qué es lo que está pasando?, así no puede trabajar. Entonces aparece un viejito, pero muy viejito, ya jubilado, y se acerca: –Hijita, a ver, trasmítame algo. Señor, éstos dicen que no me entienden lo que yo les digo y yo soy telegrafista. El viejito se ríe y me contesta por telégrafo: –Ya vamos a arreglar eso –me contestó en mi Morse–, lo que pasa es que ella es telegrafista de Morse norteamericano y aquí el que se trabaja es el Morse internacional. ¡Ah!, con razón no le entendíamos. Es que yo –les dice, trabajé en Cabo Gracias a Dios y por eso conocí ese Morse. Pues no le va a servir de nada –replicó alguien, porque aquí es el internacional el que se utiliza. Pero yo le repliqué: – ¿No será por casualidad éste?, y les contesté en el Morse internacional y me dijeron que sí. La práctica con mis amigos me sirvió y comencé a trabajar.

Mónica: Contanos ¿cuándo es que entrás a esa situación de que tenés que irte de Nicaragua? Se ve que estudiaste, eras telegrafista, estabas metida en la dinámica de la vida. ¿Cuándo comienza a hacerse difícil la situación como para tener que salir del país?

Blanquita: Yo fui a Jinotega a estudiar al Colegio Sagrado Corazón de Jesús. Ahí estudié mi primaria. No continué porque vivíamos de un salario de telegrafista de mi mamita, y estudiar la secundaria en la capital o en otro lugar, representaba más gastos y no podíamos tenerlos, a pesar de que Somoza ofreció una beca, no directamente a mi familia, ni a mí, sino por medio de la Superiora del Colegio, Rosario Raudez.

Mónica: ¿Cómo fue eso?

Blanquita: No sé las condiciones, pero madre Rosario me dijo que el General Somoza había mandado a ofrecer una beca especial para mí, si yo la aceptaba y si mi familia estaba de acuerdo. Pero yo no la acepté, y mi familia estaba de acuerdo con lo que yo dijera. Era una niña de diez o doce años. Sentí que aquello era una bofetada. Si él había mandado a matar a mi papá, ¿cómo era posible que yo aceptara una limosna, cuando yo con mi padre pude tenerlo todo? Lloré. Lloré por no poder refutar aquello de una manera mejor.

Consuelito Berríos, una prima que era telegrafista auxiliar en Jinotega, me ayudaba para que estuviera en el colegio; se portó como una madre conmigo, me preparaba mis libretas, me mandaba arregladita al Colegio, ¡en fin!, hizo las veces de madre mientras mi mamita se quedó trabajando en San Rafael del Norte. A ella le dije: –No, dile que yo no acepto eso. Porque ella me dijo: –Tenés que decidir.

Mónica: Pero qué lindo eso, te sentías ofendida, eso se llama dignidad.

Blanquita: A pesar de ser una niña. ¿Quién no va a sentir, dime? Cualquier niño que sepa que le dan un golpe a su padre o matan a su padre, ¿cómo va a aceptar algo del que le pegó?, ¿eh?

Mónica: Algo del verdugo.

Blanquita: Sí, sí, sí. ¿Cómo va a aceptar algo? ¡No!, es imposible. Bueno, así fue cómo, del colegio pasé a trabajar de telegrafista en Jinotega, porque mi mamita fue nombrada telegrafista de por vida en San Rafael del Norte.

Entonces empecé a colaborar con los movimientos guerrilleros. En la época de Raudales, jovencita, yo era telegrafista. Entonces, casada o como fuera, llegaba a San Rafael del Norte, me estaba una temporada y colaboraba de la manera más discreta y más sencilla con los movimientos insurgentes guerrilleros.

Mónica: Te quiero preguntar algo, ¿vos conociste a Santos López?

Blanquita: ¡Perfectamente! Conocí al Coronel Santos López en Jinotega. Él personalmente fue el que me contó realidades de la muerte de mi papá, porque pertenecía al Estado Mayor que lo acompañó, sólo que se había quedado donde don Sofonías cuidando a mi tío Sócrates, que se había echado unos tragos.

A mi tío Sócrates lo llegaron a matar, pero como Santos era astuto, guerrillero de montaña, se subió por la chimenea –según me contó–, se quemó todito, pero se salvó subiendo como gato por los tejados.

Mónica: Dicen que tenía una capacidad física increíble.

Blanquita: Sí, sí, sí. Era un hombre delgadito, delgado, alto, pero con una flexibilidad que no te imaginás. Ya siendo mayor, él jugaba con mis niños en Cuba, adonde él fue para morir; yo no lo creía de un hombre que se veía tan saludable, fue algo de la noche a la mañana, pero como el cáncer es traidor. Y te voy a decir que conocí a casi a todos los grandes del Frente Sandinista, antes de llamarse Frente Sandinista.

A muchos los conocía por el seudónimo. Por ejemplo, conocí a “El Tieso”, y hasta que vine aquí, supe que era Modesto Duarte quien llegaba a mi casa, y era un muchacho alegre, bueno, tan cariñoso. También conocí a “El Ronco”, resulta que era Oscar Turcios. Cuando vine aquí, yo ya me iba despertando: si éste es el fulano, si éste era el zutano. A Germán Pomares, pues era “El Danto”.

Mónica: Hace poco me decías que colaborabas con esos movimientos, ¿cómo se daba esta colaboración?

Blanquita: ¿Sabés cómo? Desde chiquita trabajé en relación con la Guardia porque, dando órdenes en clave, se comunicaban por el telégrafo con el comandante departamental de Jinotega, el capitán Gutiérrez y el capitán Silva. ¡Una fiera ese Silva! Mal mató a mi tío Toño. ¡Horrible, horrible, horrible!

Pero esos oficiales de la Guardia eran jovencitos, acababan de salir de la Academia Militar y muchos de ellos ni sabían la clave, y yo les ayudaba a descifrar, y les descifraba lo que me daba la gana, para evitar que capturaran a algunos, porque había veces que llegaba una orden de captura para alguien, entonces trataba de que ese mensaje llegara tarde para mandarle aviso a la persona que iban a capturar, para que se fuera inmediatamente. Cuando yo ya sabía que se había ido y que iba largo, mandaba el telegrama. Esa era mi colaboración.

Cuando yo sabía que iba un grupo guerrillero y que iba a pasar, supongamos, por Cuspire, por el volcán de Yalí, que los habían visto, que llevaron latas de leche, que tenían fuego encendido, etcétera; entonces venía la orden de Jinotega para que sacaran una patrulla de treinta guardias para el lado de la montaña, y ese telegrama yo lo retenía, dándole tiempo a los guerrilleros para que se fueran.

O sea, no era una colaboración directa, porque ellos ni sabían quién los estaba salvando, ¡ni eso sabían!, pero yo sentía la necesidad de hacerlo, lo llevaba en la sangre. En la época de Raudales, llamaba al telegrafista Centeno que estaba en Estelí, y por medio de él me informaba de lo que pasaba al lado de Susucayán. Aquél me mantenía informada: –Blanquita, pasaron tantos camiones de guardias. Dicen que andan tantos guerrilleros. Ahí anda –me dice– Leónidas Rodríguez, quien era compadre mío, y le dieron un tiro. Y él me informaba todo.

Mónica: ¿Y cuándo te casaste, Blanquita?

Blanquita: Me casé en 1953 en San Rafael del Norte, con un muchacho que era telefonista principal en Jinotega. Le agradó mucho a mi mamita, simpatizó mucho con él. El papá de mis hijos fue un buen muchacho, sin vicios. Pasamos una vida de pobres, pero ahí fuimos más o menos defendiéndonos, y me acompañaba adonde yo fuera.

Mónica: ¿Cuántos hijos tuviste?

Blanquita: Tuve cuatro hijos: Augusto Enrique, Julio César, Rodolfo Antonio y Walter Ramiro.

Mónica: ¿Todos viven?

Blanquita: No, no. El segundo, Rodolfo Antonio, murió en un accidente en La Habana, en Cuba, a la edad de once años. Eso destruyó parte de mi vida. Es el día de hoy y yo oigo a ese niño. Por eso a las madres que han perdido a sus hijos yo las comprendo, porque no hay dolor más grande que perder un hijo.

Y las condiciones en que se pierde a los hijos puede empeorar el dolor, porque no es lo mismo atenderlo enfermito, tratarlo, cuidarlo, hasta que Dios nos lo quiera quitar, es diferente cuando mueren accidentalmente o en una guerra, como murieron tantos. Yo respeto y tengo mucho cariño a todas las madres de héroes y mártires, a todas las madres nicaragüenses; a todas, todas, las quiero mucho, con una gran veneración y respeto, a las madres de héroes y mártires.

Mónica: Blanquita me ha contado que ha hecho grabaciones de sus recuerdos y su vida, para sus nietos. Es muy lindo eso.

Blanquita: Mirá, hay personas que escriben libros; pero a veces los escritores ponen lo que más les conviene y lo que creen, no es como la realidad del que la ha vivido, y yo quiero que mis nietos sepan la verdad de las verdades. Sí, lo que yo sé es por personas que estuvieron en el momento, en el lugar de los hechos, y me lo contaron a mí, como decir Sofonías, quien contaba las partes verdaderas que él manejaba de lo que sucedió.

Doña Lola conocía del momento cuando murió mi tío Sócrates. Ahora, de las cosas que pasaron en la montaña, ellos no pueden contar. Pero mis tíos sí estuvieron con mi papá y mi mamá. Son realidades vividas: ¿Cómo pensaba el hombre, qué sentía el hombre, qué era lo que hacía? Yo le agradezco a muchos, verdad, que hagan muy bonitas todas sus cosas. Otro libro, ese sí yo lo admiro, es el de Gregorio Selser.

Mónica: Sandino, General de Hombres Libres.

Blanquita: ¿Sabes por qué? Porque son documentos que no se pueden borrar. Son cartas, comunicaciones, una serie de documentos de cosas importantes.

Mónica: Blanquita, se nota en tu manera de comunicarte, de decir las cosas, que has pensado mucho sobre todo lo acontecido. A tu juicio, ¿cuáles son las cosas más importantes del legado de tu padre? Vos me hablabas, cuando te visité, de la manera de ser de él, de su solidaridad, de su humanismo, de cómo él se preocupaba de lo pequeño, de las tropas, de la comida, de cómo compartir. ¿Qué cosas querés contarle a la gente sobre él?

Blanquita: ¡Ah, sí! Era un hombre muy tierno. Mirá, a mí, de niña, Benigno Ortiz Blandón –un soldado sencillo que le decía barbaridades a la Guardia, pero que, como se echaba sus tragos lo dejaban hablar–, me contó que mi padre era un gran hombre. Figúrate –me dice, que salimos de un combate, iba el montón de heridos, y una gente humilde y campesina le llevó unos bananitos asados al campamento donde él se había refugiado con los heridos. Ideay, se los llevan a él –cuenta Benigno– para que coma, quedando bien con el General, y él se levanta y agarra aquellos bananitos asados, y le da como una hostia, con pedacitos, a cada herido. Y entonces les dice: –Sé que esto no va a servir para nada, pero a mí no me sirve tampoco. Y se los dio a todos. Y no había cosa que este hombre encontrara para comer en aquella hambre horrible, aquel frío, aquella lluvia, que no compartiera con sus soldados. ¿Quién no lo iba a seguir, hijita? –dice, si por ese hombre dábamos la vida, ya no por el partido, sino por él, por él, me dice.

Mónica: Como él decía, “el que de su patria no exige ni siquiera un palmo de tierra para su sepultura...”No tenía apego a lo material, ni a los puestos. Cuando estábamos oyendo la canción de Luis Enrique Mejía, que dice “no quería ser presidente”, dijiste que eso era verdad.

Blanquita: Sí, sí, sí. Es cierto. Hoy todos quieren ser presidentes, él no quería ser presidente. Es verdad. No quiso ser Jefe Político, cargo que le ofrecieron cuando lo querían comprar.

Mónica: Sí, le querían dar la plaza de Jinotega.

Blanquita: Tres departamentos le daban. Moncada le ofrecía diez dólares por cada día que él hubiera combatido y dicen que mi papá se carcajeó sarcásticamente frente a él. Era mucho dinero en aquel tiempo.

Sí, se fue disimuladamente. Figúrate que era un hombre que tenía una gran preparación. Alguna gente cree que era un ignorante. No, no, no. Y figúrate que un hombre como él le dijo a Moncada: –Firme por mí. Creyeron que no sabía firmar. Lo que querían era dejarlo embarcado.

Mónica: Sí. Esa parte es interesantísima, es después del Pacto del Espino Negro, porque Moncada lo quiere hacer firmar la rendición.

Blanquita: ¡Y él no la firma!

Mónica: Y entonces él se pone a pensar, y lo revela en sus escritos: Y si no firmo, ahora se van a dar cuenta de que en realidad no quiero rendirme. Además, tengo que salir vivo. Porque si no firmaba ahí mismo, lo podían capturar y matar.

Blanquita: ¡Claro! Es astucia.

Mónica: Y entonces él le dijo a Moncada: –No, yo confío en usted, firme por mí. Y ellos creyeron que no sabía escribir, pero la verdad es que él no quiso firmar, y se fue al norte a organizar la rebelión con sus soldados de más confianza.

Blanquita: No quiso firmar. Además, hay otra cosa que muchos ignoran. En México tuvo una preparación. Él estudió en México. Ahí conoció las ideas revolucionarias. La cosa es que gente de otras partes, de otros países, me han contado muchas cosas sobre mi papá, cosas personales de cada quien, que han llegado a mí, por eso lo que yo cuento son realidades vividas. He leído muy poco porque soy haragana para leer. Y no porque sea analfabeta.

Mónica: ¿Preferís ir guardando directamente los testimonios de la gente?

Blanquita: Por eso, si Dios me lo permite antes que mi memoria vaya a fallar, espero grabar muchas cositas que son convenientes que sepan mis nietos para que no vayan a creer otras cosas que no son.

Mónica: ¿Tuvo más hijos, Sandino?

Blanquita: Cuando vine de Cuba me dijeron que había biznietos, pero no los conozco. Mi papá nunca dijo nada, ni mi mamá, ni mis tíos. Nadie me dijo nada nunca. Pero ¡puede ser! Porque un hombre soltero que ha andado por aquí, por allá.

¡Ah, te voy a contar! Estando en el colegio de monjas –esto lo voy a contar porque, ideay, mi padre era un hombre y soltero, y anduvo por la Costa Atlántica–, dos mulatitos como de dieciséis o diecisiete años, llegaron al colegio de las monjas a pedirle permiso a la monja para saludarme, querían conocerme. Y la madre superiora me dijo: – ¿Tiene hermanos usted, Blanca Sandino? Madre –le digo, yo no tengo hermanos. Entonces me dice ella: –Vienen dos mulatitos de la Costa Atlántica que dicen que son hijos de Sandino, y que son sus hermanos y que quieren conocerla. Yo no tengo hermanos –le digo yo. Y no quisieron que los recibiera porque no sabían si alguien los mandaba, ni quienes eran. Ahora, digo yo, a lo mejor era cierto, si mi papá anduvo por todos lados y era un hombre, ¿verdad?

Mónica: Sí, así es.

Blanquita: Sí, pudo dejar un hijo por ahí.

Mónica: Lo que no está claro, pues no hay ninguna referencia cierta.

Blanquita: Ajá. Ahora, digo yo, ¿y por qué esos benditos hijos no surgen cuando está la angustia, el dolor, la persecución?, como me tocó a mí con la Guardia. En una ocasión llegó un Teniente cuyo nombre no voy a decir porque está muerto, después fue Coronel y lo mataron los muchachos. Ese Coronel llegó a la oficina telegráfica y ahí yo tenía una foto de mi papá y mi mamá, una foto que mi mamita había mandado a unir, tres fotos eran: la de mi papá, mi mamá y yo. Él llegó como Comandante. El primer día llegó al telégrafo y me dijo: –Y ése que está ahí, ¿quién es? Mi papá –le digo.

No tuve el alcance de decirle que era el General, ni Sandino, ni nada. Entonces me dijo: – ¿Éste no es Sandino? Sí –le digo yo. Entonces dice: – ¿Y qué hace este hombre aquí, cuando el que debía estar en esta oficina es el General Somoza? Él está aquí –le digo, porque ésta es su casa y yo soy su hija. Y mi abuelita, que estaba ahí, se lo repitió. ¿Por qué? –le dice, ¿no le gusta? Pues aquí ha estado siempre y todos lo han respetado –le dice mi abuelita. Es el primero que viene con esa grosería. Se quedó callado. Escribió el telegrama, lo recibí, y se fue. Y era lógico que yo tuviera la foto de mi papa ahí, si yo era su hija y estaba ahí trabajando. Eran mi papá y mi mamá. Somoza nunca estuvo ahí. Así fue.

Mónica: Esos datos son importantísimos para los jóvenes. Nos quedan unos pocos minutos, Blanquita, quisiera que diera unos consejos, vos como una mujer, que a pesar de sus 68 años tiene una gran energía, una gran fuerza no sólo física, sino que mostrás una fuerza espiritual muy grande. Nosotros siempre nos preocupamos por las nuevas generaciones, para que asuman los valores de gente como Sandino.

Blanquita: No creás, no creás, los años cansan, lo que pasa que hay que sacar fuerzas de donde no hay.

El porvenir es de la juventud. Los jóvenes son los que, como dice la canción, siempre dan el pecho; pero no sólo hay que dar el pecho, hay que darle la revancha al enemigo, hay que buscar cómo este pueblo se levante del fango en que se encuentra, de la situación miserable. Ya tenemos el ejemplo de todos los gobiernos que van pasando, que todos se encargan de hacer cositas bonitas, de poner parchecitos, pero nadie se ocupa del dolor, de la miseria y de los problemas de la población.

Pues son los jóvenes los llamados a buscar cómo coger las riendas del país. Los viejos, apartémonos por favor. Ya el que hizo lo que hizo quedó en la historia, lo quisimos y lo respetamos, pero que le den lugar a la juventud, a esos muchachos y muchachas que vienen llenos de energía y de buena voluntad, limpiecitos, sin una historia sucia ni negra que contar. Los jóvenes, que tengan valor y que se enfrenten a los problemas, pero no para dar el pecho, sino para dar la revancha, y el arma pueden ser las palabras.

Mónica: Me decías que tenés confianza en que las cosas se pueden mejorar. Aun estando en tu casa, desde el conocimiento que tenés de la situación del país, porque tenés una familia, además comprometida, tenés hijos, hijos comprometidos...

Blanquita: Hijos que hicieron lo que pudieron en el pasado. Lo que no pude hacer yo, lo hicieron ellos; y yo te voy a decir, no me incorporé al movimiento guerrillero, porque el mismo Carlos, el mismo Silvio, los primeros, me dijeron que no era necesario. Yo tenía cuatro niños chiquitos. Críalos, edúcalos, fórmales conciencia, que no se olviden de Nicaragua porque ellos van a ser útiles, nosotros vamos con las armas y ellos llegarán después –me decían, para poder organizar lo que nosotros estamos haciendo.

Mónica: Me imagino que la responsabilidad de Silvio, de Oscar Turcios, de “El Danto”, a los que conociste, era muy grande. Para ellos la hija de Sandino era un tesoro que había que cuidar y no exponer. Yo creo que por eso es que te instaron a que te fueras de Nicaragua.

Blanquita: Sí, pero yo no lo creía así. Yo fui muy aguerrida, a mí me gustaba la lucha armada.

Mónica: Pero ellos eran bien mandones.

Blanquita: Sólo lo autorizaban a uno a cumplir lo que ellos decían. Ideay, me encerraron. No pude salir de Cuba. No me dejaron salir. ¡Ah!, pero yo dije, ya cuando mis hijos eran grandes, ¡ah, no! Llamé a Tomás, estaba la Doris Tijerino, estaba mi sobrino Roberto Calderón –mi papá y el abuelo de él, Fernando Calderón, eran hermanos–. Y entonces yo les dije que ahí estaban mis hijos, que a mí me detuvieron, pero ahora que ya no puedo, ahí están mis hijos. Entonces los tres se incorporaron a la lucha.

Te voy a decir una cosa, Mónica. Me dijo uno de mis hijos: –Mamá, ¿por qué aceptó ir a ese programa a La Primerísima, si no le gustan estas cosas? Mirá –le dije, ¿sabés por qué?, porque es con una persona que, aunque yo personalmente no la conocí, sí conocí su historia.

A mí me contaron todo lo que te pasó a ti, a tu hermanita; son mujeres que dieron todo por aquella Revolución que queríamos y que no pudo ser. ¿Por qué? Por errores, por intereses personales, etcétera, pero que fue tan grande, y se decía ¡va tan linda, como la desearon los que murieron! Por eso acepté. Yo soy poca para esto.

Pero lo hice sinceramente por ti y para las madres que como yo han sentido la muerte de sus hijos, y que los dieron por su Patria a cambio de nada, y que han sido golpeadas duramente por la traición, por el engaño, por la infamia, por una serie de problemas, que no pudo Nicaragua llegar a ser lo que quisieron.

Porque mira, si hubieran oído hablar –y vos debes haberlos oído–, a Carlos, a Germán Pomares, a Silvio, es que hablaban con un amor, con un ardor patriótico que lo llenaban a uno de entusiasmo, de alegría. Yo era una muchacha apartada del mundo, pero me llenaban de emoción. Yo veía el futuro de mi pueblo, yo no veía casas de cartón, que eran las que había, yo no veía pordioseros, yo no veía niños sucios, con hambre, ¡ve!, lo que ellos soñaban.

Mónica: Te hacían vivir el sueño de la Nicaragua sin opresión, con justicia.

Blanquita: Eran tan grandes y yo les daba el valor también para que se enfrentaran a la muerte, los pobrecitos, y entonces intercambiaban esas impresiones.

¡Y todo eso quedar en la nada! Eso duele, eso duele. Mirá, el que hizo mucho por la Revolución, el que fue importante en su momento, el que fue grande en su momento, yo lo admiro, yo lo quiero y lo respeto, pero este momento ya no es el mismo, son otros tiempos, otras circunstancias, el enemigo es diferente.

Pero, siguen haciendo lo que les da la gana. Yo me aparto, yo no tengo voz ni mando, yo lo único que hago es decirles, como hermanos que somos, que recapaciten, que si seguimos dejando que el Frente siga dividiéndose, lo vamos a perder para siempre, y costó mucho. ¡La historia del Frente se escribió con sangre! Y eso hay que respetarlo.

Ya ellos tienen un lugar en la historia y muy grande por cierto. Nosotros los queremos, los admiramos y los respetamos; ahora que dejen que haya alguien que una esos pedazos. Cuando llegaron a visitarme a mi apartamento de La Habana representantes de las tres tendencias, que cada uno tenía su punto de vista, entonces yo les dije: Únanse, que Sandino es uno solo. No lo partan. Eso fue lo que les dije. Y se unieron y triunfaron. Pues ahora debemos volver a hacer lo mismo. A mí que me olviden, yo no soy nadie. Yo no quiero nada. Si quieren que me borren de la historia, del mapa y de lo que quieran, pero que no olviden la sangre de los muertos, porque eso duele.

Mónica: Hablábamos con Blanquita sobre la espiritualidad de Sandino, de la que se ha comentado tanto.

Blanquita: Mirá, Mónica, yo creo que era cierto que él tenía sus cosas profundas, espirituales; ¿por qué te lo digo?, porque mis tíos dicen que había momentos que estaban tranquilos en un campamento y de pronto él entraba y les decía: –Salgamos de aquí inmediatamente, que dentro de pocos minutos esto va a estar convertido en cenizas. Y cada uno corríamos –dice uno de mis tíos, a un arbolón a protegernos y a ver de largo qué era lo que iba a pasar. Al momentito –dice, un avión dejaba en cenizas el campamento. ¿Qué quiere decir?

Mónica: Tenía capacidad de premonición.

Blanquita: Sí, alguna cosa. No creás que él venía a morir directamente… Estos tontos creen que él no sabía que iba a morir, que iba a ser traicionado. Él tenía su presentimiento, porque le dijo a mi abuelita y a mi mamita Lucila, que eran las que quedaron encargadas de mí, él les dijo: –Tal vez ni vuelva. Pero no le gustaba alarmar, porque él dijo, tal vez ni vuelva, y agregó: –Pero bien, vamos a ver qué se hace por esta gente. ¿Qué quería decir eso?, que él sabía que lo podían traicionar, ya llevaba ese presentimiento; pero iba a hacer el esfuerzo de hacer un cambio, de cambiar el oro que tenía por libros, para que estudiaran sus tropas, cambiar las armas por instrumentos de labranza.

Mónica: Si, alguien que escribe hace más de 60 años: “Nosotros iremos hacia el sol de la libertad o hacia la muerte...”.

Blanquita: Era un hombre decidido.

Mónica: “Y si morimos no importa, nuestra causa seguirá viviendo. Otros nos seguirán”. Y eso fue verdad.

Blanquita: Y es cierto. Y va a seguir. Porque esto no tiene final. Mientras tengamos enemigos, mientras nadie se preocupe por los desgraciados, habrá un hombre, surgirá un hombre que dirigirá a las masas. Eso es así.

Mónica: A cumplir realmente el sueño de una Nicaragua libre y soberana, feliz, progresista. Porque antes fueron los yanquis con las tropas, y ahora la dominación se manifiesta de otra manera, pero ahí está también. La causa sigue pendiente de resolverse; sigue pendiente de cumplirse.

Blanquita: Son otros. Y están los mismos Sacasa, y están los mismos Somoza, y están los mismos políticos con otras caras, es otra época, ¡ah!

Es lo que te digo, que si hay hombres que sí están encaprichados con algo, sepan que ya son grandes, ya les tocó su momento, que ya lo cumplieron y que no ensucien ese nombre y esa grandeza que tuvieron; porque si continúan así, los van a borrar del mapa de la historia. Hay que buscar un hombre nuevo y a lo mejor ya está por nacer, o ya está, sólo que hay que darle un empujoncito, y eso le toca a los hombres y a las mujeres como tú. Ya ves, tenés todavía ese compromiso, tú puedes. Sí, sí, está la Dora María, mis respetos para ella, mis respetos para Edén Pastora, lástima Edén que ya estamos viejos.

Mónica: Bueno, amigos y amigas, pudiéramos pasar horas hablando con Blanquita, queremos ser respetuosos del tiempo que le pedimos a ella. Blanquita, gracias, por traernos de nuevo a Sandino. Nicaragua se conoce por Rubén Darío y por Sandino, los más grandes de la historia de Nicaragua. Así es que fue un orgullo tener aquí a su hija, heredera también de su mística.

Antes de retirarnos mi hija Mónica Augusta y yo queríamos, en nombre del programa Entre Todos, entregarte con mucho amor unas rosas rojas, para Blanquita, telegrafista de San Rafael, la hija de Sandino.

Blanquita: Yo me siento satisfecha y orgullosa de haber tenido un padre así como él, porque lo dio todo a cambio de nada, y espero que yo pueda cumplir en algo con eso también, vivir apartada, mis hijos por lo menos que vivan de su trabajo, que no tengan ellos de qué avergonzarse. Eso es lo único por lo que yo me siento satisfecha, no pido más a Dios, suficiente con eso.

Quiero aprovechar, Mónica, de estar en esta emisora contigo para mandarle un saludo cariñoso a todas las madres nicaragüenses, pero con toda mi alma y mi corazón a las madres de héroes y mártires, y decirles que yo sí siento con ellas todo lo que pasó y que espero en Dios, que es el único que puede salvarnos, que la situación cambiará para el bien de todos, por lo que murieron sus hijos.

La voz de Blanca Aráuz pareciera flotar en el ambiente, mientras comienza a sonar la canción Que se redamen las copas.



19 de mayo de 2001


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Últimos comentarios del relato
  • Mauricio :

    Hola Mónica. Hola Blanquita. Un beso y un abrazo para ambas desde C.R. Solamente una sugerencia. Inmediatamente después de la entrevista debiera aparece el audio de ser posible. La verdad, por lo menos en cuanto a esta entrevista con la hija del ilustre y también héroe Sandino, ya ha pasado cierto tiempito, y dan de verdad ganas de escuchar la voz de esa valienta mujercita con historia propia y que se dice vieja, pero que en espíritu no lo es, y por qué no tu voz, Monica. Saludos muy sinceros.

    09 Oct, 17
  • Admin :

    Espero que ya haya tenido oportunidad de escuchar a Blanquita. Es uno de los audios que hemos priorizado. Aspiramos a colgar todos los audios, editandolos para que se centre exclusivamente en la historia, desechando comentarios coyunturales. Es un trabajo que requiere mucho esfuerzos y poco a poco iremos avannzando saludos

    21 Oct, 20
  • marvin gonzalez :

    que bella entrevista no dejan de humedecerse mis ojos de nostalgia y tristeza frustración impotencia por el rumbo de nuestros dirigentes Carlos si estuviese vivo los azotaria en plazas publicas felicidades Mónica mis respetos para ti

    22 Feb, 14

Comentarios

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