Memorias de la lucha Sandinista

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Diriangén Insurgente

Mario Urtecho


Nuestras luchas por la libertad comenzaron hace cuatrocientos noventa años, mucho antes que nuestro país se llamara Nicaragua. Y supimos de aquellos sucesos y calamidades por el celo con que nuestros abuelos memorizaban, recordaban y contaban su historia, para no olvidarla, para que los vencedores no la tergiversaran, preservándola para que la conociéramos las generaciones que veníamos brotando de los surcos del tiempo. Y en la historia de nuestros abuelos había un héroe, Diriangén, el primer guerrero que en la antigua Manquesa, y quizá en la América toda, enfrentó con flechas de hueso, lanzas de pedernal, y su indiscutible coraje y el de sus guerreros, a las gentes barbadas de malos instintos montadas sobre alimañas, como describía la Anita Olivares, mi abuela, a los imperialistas de entonces.

Las huestes de invasores llegados a nuestras tierras no eran arquetipos de virtud. En su mayoría eran criminales que, a condición de participar en la conquista y colonización de nuestras tierras, fueron indultados y liberados de sus cárceles, y que en su afán de enriquecerse embistieron contra la vida y la cultura de nuestros ancestros, dramático genocidio agudizado por el menosprecio que tenían por quienes ni siquiera consideraban personas. Antonio de Herrera y Tordesillas, Cronista Mayor de Indias y de Castilla, durante los reinados de Felipe II y Felipe III, afirmó en su libro “Décadas de Indias”, que “se llegó a tener en tan poco valor a los indios en Nicaragua que se daban hasta 100 por un caballo, 80 por una yegua, un mozo por un queso, y una niña escogida por un pedazo de tocino”.

Diriangén, mánqueme (jefe) chorotega, nació en 1496. Según la educación tradicional de su raza, le correspondió a su madre instruirle en la historia de la tribu Chocho, de la que él y los suyos eran descendientes, y a los sacerdotes hablarle de la patria primitiva y lejana, donde junto a los Nahuas fueron esclavizados por los temibles Olmecas, de quienes huyeron mimetizados con la naturaleza y la impenetrable oscuridad de la noche. Se dirigieron al sur, en busca de ese maravilloso lugar del que hablaban los códices de sus antepasados, donde abundaban volcanes, llanuras, praderas, ríos repletos de peces, lagunas y lagos, y una isla espectacular, formada por dos volcanes que, como senos de muchacha, emergían del agua, frente a la que se asentaron e hicieron su santuario.

A Diriangén lo educaron de manera especial en las artes de la guerra: esgrimía con singular maestría la espada de recia madera erizada de dientes de pedernal, y era el mejor arrojando macanas y lanzas. Muy joven conquistó el rango de ñeq –valiente guerrero –, permitiéndosele llevar el cráneo rapado, con un solo mechón central sobre la coronilla. En feroces batallas enfrentó a sus acérrimos rivales los nahuas, quienes se asentaron en Masaya, Masatepe, Jinotepe, Ochomogo y Mecatepe, quienes por sus múltiples victorias lo llamaron Diriangén, que significa señor de los dirianes, de los hombres que viven en los lugares altos. Además de los nahuas, fue admirado y temido por los maribios y hasta por los lejanos matagalpas y misquitos.

Cuando los asuntos de su tribu se lo permitían, bajaba a la laguna de Diriá, y se dedicaba a la natación y la pesca, mientras a miles de leguas de distancia, Gil González, hidalgo de Ávila y protegido del Presidente del Consejo de Indias, lograba que el rey Fernando el Católico le diera la concesión de varios navíos para el descubrimiento de las Islas de la Especiería, todo lo necesario para el viaje, el título de Capitán General de la Armada, la Cruz de Santiago y la orden para que Pedrarias le entregara los buques de Balboa y doce piezas de artillería. El 13 de septiembre de 1519, entre la vocinglería de marineros borrachos y manos anónimas agitando despedidas, salió la expedición del puerto de San Lucas en las naves “Victoria”, “Santa María de la Merced” y “Santa María de la Consolación”.

Cuatro meses después, en enero de 1520, llegaron al Darién. Después de numerosas dificultades con Pedrarias –gobernador de Castilla del Oro–, Gil González reorganizó su expedición en la Isla de Perlas, de donde salió un año después, el 21 de enero de 1522. En su exploración de conquista cruzó parte de Nicoya y del actual territorio de Costa Rica, llegó a Nicaraocallí, donde convirtió a Nicarao y otros caciques al catolicismo, y conoció el majestuoso lago Cocibolca, al que llamó la Mar Dulce. En su “Historia de Nicaragua”, José Dolores Gámez registró que en 1523 ocurrió una guerra entre Diriangén y Tenderí, cacique de Nindirí, acontecimiento que obligó al conquistador a desviarse temporalmente hacia Imabite, capital de los nagrandanos, a orillas del lago Xolotlán.

Diriangén, entonces de veintisiete años, después de derrotar a Tenderí, salió de su cacicazgo de Diriamba en busca de las “gentes con barbas que andaban encima de alimañas”, precedido por un vistoso desfile encabezado por quinientos jóvenes guerreros, cada uno llevando un chompipe, diez hombres con banderas blancas y diecisiete bellezas morenas ataviadas con pectorales hechos con pequeñas placas de oro, llevando doscientas hachuelas del mismo metal, y al final, el gallardo cacique, rodeado de señores de su corte, acompañado por flautistas y engalanado con un llamativo penacho de plumas multicolores. Al acercarse a los conquistadores, desplegaron sus banderas y todos saludaron la mano del jefe invasor, le ofrecieron los pavos, y una de las mujeres le dio veinte hachuelas de oro de catorce quilates.

En carta dirigida al rey Fernando el Católico, Gil González le detalla el encuentro: Parece que supieron de mi otros caciques grandes y uno dellos que se dice Diriangén traxo consigo hasta quinientos hombres, cada uno con una pava o dos en la mano y tras ellos diez pendones y tras ellos diez e siete mugeres todas casi cubiertas con patenas de oro y doszientas y tantas hachas de oro baxo... y más atrás cerca de sí y de sus principales venían cinco trompetas... y entraron a verme con las mugeres y el oro; mándeles a preguntar a qué venían y dixeron que a ver quien héramos, que les avían dicho que héramos una gente con barvas y que andábamos encima de unas alimañas; que por ver quien héramos y lo que queríamos venía a vernos...

Fue el 14 de abril de 1523. El resto ya lo sabemos. El conquistador invitó al cacique a bautizarse. Éste pidió tres días para pensarlo, tiempo que aprovechó para contarlos, observarlos y organizar a cuatro mil guerreros con los que cayó sobre los invasores el mediodía del sábado 17, obligando al agresor a suspender la conquista de Nicaragua. La renuncia de los caciques Nicoya y Nicaragua a los dioses tutelares –Tamagastad y Cippaltonatl – y su sometimiento al rey de España, fueron motivos suficientes para que Diriangén los enfrentara e iniciara su lucha contra el invasor. Diriangén, amante de la libertad, la justicia y el decoro, no se dejó seducir ni por el dios ni por las promesas de “las alimañas montadas sobre alimañas” y los enfrentó hasta su muerte. ¡Y cuánta razón tuvo el cacique!

Según Fernández de Oviedo y Bartolomé de Las Casas, a la llegada de los españoles la población aborigen de Nicaragua se calculaba en dos millones de personas. El genocidio arrasó con un millón seiscientos mil. Sus mujeres eran mancilladas con tanta frecuencia que decidieron masticar raíces, que sólo ellas conocían, para no parir bastardos de conquistadores. Fue tan brutal la barbarie que en su agonía los indios pedían a sus dioses no irse al cielo de los españoles para no seguir sufriendo en la otra vida. Se sabe que entre seiscientas y ochocientas mil personas fueron vendidas a Castilla del Oro y al Perú, donde miles combatieron a los incas en la conquista del Imperio del Sol. Fueron tiempos de terror, de cruz y puñal, de duelo y resistencia, de rebeldía soterrada, pero viva.

En “The Indian Slave Trade and population of Nicaragua during the Sixteen Century”, David R. Radell muestra que durante la década de 1527 a 1537 fueron exportadas más de cuatrocientas mil personas. En 1527, fueron exportados un poco menos de diez mil esclavos, cifra duplicada en 1528. En 1529 se acercó a treinta mil, en 1530 alcanzó treinta y cinco mil, y en 1531 –mitad de la década analizada– rozó los cincuenta mil. La venta de personas siguió incrementándose: en 1532, subió a sesenta mil; en 1533, a setenta y cinco mil; en 1534, bajó a setenta y tres mil y en 1535 alcanzó su mayor expresión: setenta y seis mil. En 1536 cayó a menos de cuarenta mil, no por falta de demanda comercial, sino porque la gente había sido exterminada casi en su totalidad.

El menosprecio a nuestros antepasados fue determinante para justificar su genocidio. En 1525, el dominico Tomás Ortiz declaró ante el Consejo de Indias: en el continente comen carne humana fresca y son más dados a la sodomía que cualquier otra nación. No existe justicia entre ellos ni son fieles a la ley; van desnudos y no tienen consideración ni al amor ni a la virginidad. No tienen respeto por la verdad, salvo si les beneficia. Son inestables, mudables y desagradecidos. Hacen alarde de embriagarse, son brutales y desobedientes; estúpidos y tontos, incapaces de aprender, traidores, crueles y vengativos; hostiles a la religión, perezosos, abyectos, deshonestos, cobardes, mentirosos y supersticiosos. No ejercen ninguna industria o arte humano, su único deseo es comer, beber, adorar ídolos y cometer obscenidades.

Urgía inventar un artificio para escapar de la hecatombe. Entonces, nuestros abuelos recurrieron a la burla y al engaño, armas vitales para sobrevivir y que adquirieron credenciales de nacionalidad. Y en su resistencia incorporaron a sus vidas el arte de la actuación, y fueron excelentes actores, y gestaron un estandarte de continuidad de la gesta libertaria de Diriangén, su teatro popular y callejero, al Güegüense, aún vigente en las fiestas patronales de Diriamba, india bonita que en enero se atavía con sacuanjoches y huele a café, a tierra mojada, a tortillas recién salidas del comal, lugar de cerros altos donde suenan las marimbas y resucitan las danzas rituales, cuna, trono, dominio y posesión del legendario cacique Diriangén, quien con estoicismo y galanura escribió la primera gesta libertaria de nuestra nicaraguanidad, y de donde muchos de sus hijos se insurreccionaron igual que el glorioso cacique y durante medio siglo cayeron combatiendo a la sanguinaria dictadura somocista.


Mario Urtecho


Managua, 12 de noviembre 2012



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