Memorias de la lucha Sandinista

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Los colaboradores: cuando la lucha era a escondidas

                                                                                      Mónica Baltodano 


Durante la lucha del FSLN contra la dictadura somocista, se estableció la categoría de COLABORADOR, para diferenciar a quienes se integraban a la lucha en calidad de militantes, dispuestos a realizar todo tipo de tareas, incluyendo la posibilidad de irse a la vida clandestina a ser parte de las unidades militares rurales o urbanas.

El colaborador o colaboradora era aquella persona que daba alguna contribución que podía ser económica, medicinas o vituallas o apoyos mayores sumamente apreciados, como esconder a guerrilleros en su casa de habitación, donde recibían todas las atenciones, como alimentación y abrigo, y todo lo que ello conllevaba.

También había quienes contribuían con el traslado de guerrilleros en sus vehículos, al igual que armas y pertrechos, tareas sumamente riesgosas que implicaban la vida misma en caso de ser descubiertos.

Entre los colaboradores también podíamos encontrar a dueños de fincas que no solo daban sus casas en las ciudades, sino las propiedades en el campo para entrenar guerrilleros, esconder recursos resultantes de operaciones, enterrar o embuzonar armas, etc.

Los buzones podían tener mayor o menor sofisticación. Recuerdo unos buzones construidos en concreto que llenaban todas las medidas de seguridad para que no fuesen encontrados tan fácilmente, también roperos o closets con doble fondo, o escondites de cielos rasos falsos en las casas. En algunos momentos se llegó a enterrar barriles metálicos o plásticos para tener bajo tierra tres o cuatro fusiles. Cuando había prisa, simplemente se enterraban las armas envueltas en plástico negro.

Los colaboradores que daban su casa para que vivieran combatientes, eran muy estimados, porque no resultaba fácil tener a otra persona en el hogar, alguien que invadía la intimidad familiar, pero sobre todo, porque se arriesgaba la vida de toda la familia, porque un clandestino siempre andaba armado, y su descubrimiento implicaba la posibilidad de que se diera un intercambio de disparos en el hogar, donde muchas veces estaban niños y otras personas amadas.

Igualmente riesgoso era transportar a clandestinos armados, pasando uno o más retenes, donde la Guardia podía estar realizando cateos, y el que manejaba, tal vez ni siquiera portaba un corta uñas para defenderse.

Entre los colaboradores había médicos cuya contribución era atender de dolencias o heridas de guerra a los militantes. Algunos llegaban con heridas de consideración que ameritaban intervenciones quirúrgicas, y los médicos, con gran coraje, se las ingeniaban para hacerlas en condiciones de alto riesgo para ellos.

También tuvimos armeros entre los colaboradores, que eran quienes reparaban las armas de la GN, así como las nuestras. En Ocotal el armero del pueblo, don Joaquín Matute, era el papá de uno de los más entrañables compañeros que conocí, Leonardo, quien fue asesinado por la Guardia. A veces estábamos hasta tres guerrilleros en su casita de piso de tierra, y llegaban los sargentos y cabos a reparar armas de la Guardia.

Había colaboradores ricos y pobres. Los pobres se quitaban de la boca el pedazo de tortilla para dárselo al guerrillero. Nos daban su tijera, para que durmiéramos más cómodos, mientras ellos se tiraban al suelo. Los ricos casi siempre querían engordarnos, dándonos de comer a cualquier hora.

Había unos colaboradores muy valientes, y otros temerosos. Tengo recuerdos lindos, llenos de ternura, de esos colaboradores que veían orejas por todos lados, y que no podían ocultar el temblor de sus manos, conscientes de los riesgos que corrían, y que, sin embargo, con patriotismo lograban vencerlo. Y tengo recuerdos duros de los tiempos difíciles que se distinguían fácilmente: era cuando no habían colaboradores, o los pocos que quedaban te corrieron de la casa y salías sin rumbo, tratando de inventar a dónde ir.

Hubo colaboradores que dijeron que querían irse al combate, y se fueron a tomar el fusil ellos mismos, dejando a su familia ya formada. Una cosa era andar combatiendo a los 18, 20, 25 años, o que comenzaron antes y se hicieron maduros en la paciente impaciencia de la que habló Tomas, y otra era decidir irte de manera súbita a la clandestinidad siendo colaborador, dejando a la familia, en una gran incertidumbre.

Había colaboradores viejos y otros más jóvenes. Los más viejos seguro que tenían hijos metidos en la lucha. Empezaron a colaborar porque sus hijos fueron llevando a escondidas a sus amigos guerrilleros, o tratando de engañar a sus padres, quienes muchas veces a sabiendas se hacían los desentendidos. Y realmente fueron los padres los que terminaron haciendo las tareas más duras y riesgosas.

La categoría de colaborador no significaba, ni mucho menos, un estatus inferior al del militante o combatiente. En realidad había colaboradores con mucho mayor compromiso y coraje que otros que se llamaron militantes.

La importancia de los colaboradores en la lucha contra la dictadura, se manifiesta en la virulencia con que el régimen los reprimía, sin hacer distinción alguna con los militantes.

Después de la “Operación Diciembre Victorioso”, la GN hizo grandes redadas, y se abrió la farsa judicial llamada “Consejo de Guerra Extraordinario”. Una buena parte de los procesados eran colaboradores, como Jaime Cuadra Somarriba, Carlos Argüello Pravia, Adrián Molina Morales, Teófilo Alfaro Cáceres, Roberto McEwans Alvarado, Ruth Marcenaro, Suhaila Marcos Frech, María Luisa Molina y Miriam Ramírez.

Nunca olvidaré a don Lucío Martínez, de Ocotal, un viejo colaborador a quien le pusimos el seudónimo de “Cabañas”, por el guerrillero mexicano. Fue torturado atrozmente, haciéndole vomitar sangre.

Tengo presente a mi cuñado Álvaro Martínez Sevilla, quien había comenzado a colaborar en los primeros meses de 1975, cuando estando clandestina en Managua, me alojé un tiempo en su casa, y luego le presenté a Tomás Borge, quien dio continuidad a la relación.

Álvaro fue capturado un 10 de julio de 1976 a raíz de la detención de Iván Montenegro Báez, quien por entonces era el Responsable del Regional Managua, y entre sus cosas andaba una carta familiar que yo le había escrito.

Álvaro fue detenido en la entrada de Ciudad Sandino, cuando regresaba de su trabajo en la Empresa Polímeros Centroamericanos S. A. (POLICASA), en donde él era Ingeniero de Producción. Fue sometido a nueve días de interrogatorios y tortura en los sótanos de La Loma, le quebraron dos costillas y casi lo matan a golpes. El hermano de Álvaro, Manuel Martínez Sevilla, actualmente Magistrado de la Corte Suprema de Justicia, por entonces era juez somocista en Bluefields, y gestionó directamente su libertad.

En Carazo encontramos casos de colaboradores sometidos a represión como Yico Sánchez, el Dr. William Chacón y Dinorah Parrales; mujeres colaboradoras torturadas como Evelia Conrado; o presas durante muchos meses, como las señoras Carlota Galeano, madre de Lenín Vásquez G., Onelia Castillo de Avilés, madre del General Julio Avilés, y la enfermera Socorro Narváez, entre otras. Estas mujeres recuperaron su libertad hasta el triunfo sandinista.

Otra importante reflexión que me he hecho en la medida en que he estudiado los entresijos de la lucha, es que también se hizo una categorización injusta entre el militante clandestino y el legal.

Un día de estos miré un video sobre la lucha contra la dictadura y aparece un pasaje que fue difundido en el exterior, en el que un viejo amigo, Salvador Méndez, estaba haciendo la denuncia sobre unos estudiantes asesinados por la GN cuando ésta violó la autonomía universitaria y penetró en la UNAN (creo que eso fue en febrero de 1978). Me conmovió profundamente el coraje con que presentaba, a pecho y rostro descubierto, la indignada acusación contra la brutalidad represiva.

Creo que el rol de los colaboradores y militantes que tuvieron que dar la cara manteniéndose en la legalidad, fue heroico. Atacar un comando de la GN, a una patrulla, hacer una operación militar, indudablemente implicaba conciencia y valor. Pero igual o más valor se requería para transitar desarmado por las calles y barrios, gritar en los auditorios, agitar en las manifestaciones, denunciar frente a los periodistas las barbaridades del somocismo, sabiendo que luego tendrías que regresar a tu domicilio y que orejas o agentes de la Oficina de Seguridad Nacional (OSN) te podían capturar. Dormir cotidianamente en tu casa, podía ser mucho más peligroso que en una casa de seguridad, protegido en el anonimato.

En fin, esta reflexión es para invocar la autocrítica política, el reconocimiento y homenaje a tanta gente que hasta el día de hoy, las más de las veces ha permanecido en el anonimato, que más bien durante el gobierno revolucionario fueron maltratados por quienes atendieron las distintas instituciones. Este es un homenaje a aquellos que nos dieron de su comida y de su cobijo, y que después tal vez nunca tuvimos tiempo de visitarlos para darles simplemente un abrazo, que es lo que ellos esperaron.

Afirmo y digo de la manera más categórica, que sin los colaboradores, no hubiese sido posible la victoria sandinista.

En este capítulo presentamos una reducidísima muestra de los colaboradores en los municipios de Jinotepe, Diriamba y Santa Teresa, y al final de la obra, una lista que construimos en base a la información que nos presentaron los entrevistados. De esta manera esperamos estimular la recopilación de los nombres de los colaboradores, lo que debería hacerse en cada uno de los municipios, tal vez incluso como una tarea institucional desde el poder local y como parte del rescate de la memoria histórica.



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